11 julio 2007

LA “SOMBRA” DEL BOSQUE

La leyenda que fue verdad se ha contado por muchos años, de boca en boca a la protección del rojo fuego o en las tabernas al amparo del rojo vino. Ahora es tiempo de que se escriba, para que no caiga en el olvido.


I


Siempre iban juntos por el bosque, su paseo favorito. Obnubilados caminaban entre los árboles, cuyas ramas protegían del sol. Mucho tiempo había transcurrido desde que allí se conocieron, siendo unos niños, y allí se habían comprometido a mantener su amor hasta el fin de sus días. Buen conocimiento tenían el uno en el otro; tan bueno que muchas veces las palabras sobraban y con una mirada el uno sabía lo que el otro quería. Reinaba el amor profundo en sus corazones. Así transcurrían sus días, sin que nada turbara su vida ni su relación

Día hubo, empero, en que la calamidad se cernió sobre su felicidad. De pronto, ella, María, empezó a sentirse mal y con pocas fuerzas. La enfermedad se adueñó de ella.

Buenos cuidados tuvo, mas éstos no eran único remedio. Obligados a recurrir a los servicios de un médico de la ciudad se vieron. Su enfermedad era extraña y pruebas fueron necesarias realizar a fin de hallar el diagnóstico y el fármaco conveniente suministrar. Que el mundo de Miguel vínose abajo, parece superfluo comentar. Únicamente rogaba que aquella pesadilla se pudiera despertar y ambos de nuevo pudieran pasear por el bosque como tantas veces habían hecho. Eran los días largos y pesados.

Los análisis no dieron a conocer la enfermedad concreta que se había adueñado de María; pero cada día le iba consumiendo, poco a poco. Sus piernas apenas podían sostener su cuerpo y sólo con ayuda se podía mantener erguida. A Miguel se le quebraba el corazón constantemente.

-Nada hay que se pueda hacer –le comunicó el médico estando a solas un mal día-. Sólo queda esperar que no sufra demasiado. Intentaré mitigar el dolor lo más que pueda. Lo siento en el alma, sólo le puedo decir. Me siento completamente impotente ante este caso.

Prorrumpió a llorar Miguel de una forma naturalmente desconsoladora. No podía articular palabra.

-Sé cómo se siente; pero tendrá que sacar fuerzas de donde no las haya para que su esposa no sufra más de lo que está sufriendo –le dijo mientras le tocaba el hombro izquierdo con su mano derecha en un intento de que resultara un estímulo consolador y reconfortante.

Miguel asintió con la cabeza, respiró hondo y comenzó a preparar para tragarse su dolor. Se secó las lágrimas con un pañuelo y se acercó al baño, donde con el agua de una palangana borró los últimos rastros de sus lágrimas amargas.


II


Sucedieron los días, largos y pesados. El fin se acercaba a pasos agigantados. Ella no era ajena a esto, lo sabía, aunque nada había querido decir. El dolor que invadía el corazón de Miguel había hecho que perdieran su comunicación; él apenas podía mirarla a los ojos por miedo a delatarse. Una existencia penosa y gravosa para el alma. La casa, su hogar, que había resplandecido de vida, ahora semejaba una tumba que predecía el trágico final innombrable. El rincón más oscuro era testigo de las lágrimas, silenciosas, vertidas.

-Tenemos que hablar –le dijo María mientras le agarraba con fuerza la mano a su amado en un intento de que éste no rehuyera la conversación y escapara de la alcoba por la puerta.

Sin escapatoria, se dispuso a escuchar.

-Bien sabes lo que tengo –mudó el rostro de Miguel a un blanco enfermizo -. Poco tiempo me queda. Ya noto el aliento de la Muerte en la cabecera de mi cama –no pudo Miguel contener sus amargas lágrimas-. Hay que afrontar el final con valentía. Quiero tenerte a mi lado cuando llegue el momento de dar el último paso.

-Ahí estaré. No me separaré de la cama mientras te quede un suspiro de vida –le estrechó con fuerza su mano en el intento de transmitirle su cariño y sus fuerzas.

El silencio se hizo de nuevo. María se había fatigado y necesitaba recuperar fuerzas.


III


Los minutos eran como años, siglos; las horas, tiempo eterno. Ahí, a la cabecera de la cama, Miguel permanecía el día entero, apenas se movía, apenas se alejaba; lo imprescindible. Sólo la noche lo arrancaba de la cabecera para echarse sobre la cama, abrazado a su esposa quien sentía reconfortarse cuando notaba el calor corporal que emitía su marido junto a ella. Apenas dormía bien ella, siempre estaba en duermevela. La noción del tiempo muchas veces perdía y no sabía si era de día o de noche.

-Está cerca –le dijo de pronto María a Miguel.

-¿Cuál? –contestó Miguel aún medio dormido, pues acababa de levantarse.

-La muerte y mi final –casi fue un susurro como queriendo que nadie más que ellos dos solos lo oyeran.

Y solos, los dos, se encontraban.

-Prométeme una cosa.

-Lo que quieras.

-Que siempre vas a cuidar el bosque y no vas a permitir que le suceda nada.

-Lo prometo.

-Es el símbolo de nuestro amor… mientras él viva, yo viviré… Cuídalo.

-Lo prometo, lo prometo.

Cerró los ojos lentamente, su respirar se hizo más lento, fatigoso.

Y expiró.

Miguel la besó en la frente con dulzura. Cuando hubo comprendido del todo, estalló en una tormenta de lágrimas y sollozos. Con su cabeza oprimió el pecho de su amada y por tiempo indefinido dio rienda suelta a su desconsuelo, a su dolor.


IV


El entierro se celebró al día siguiente. Dentro del ataúd depositó Miguel las flores favoritas de María que nacían en la entrada del bosque. Sobre el ataúd una corona de ramas de un arbusto que crecía allí adornada de flores silvestres. Indescriptible fue el dolor cuando la tierra fue cubriendo el relicario que guardaba el cuerpo de las esposa.

Aquella noche, a pesar de encontrarse agotado, no era capaz de conciliar el sueño Como un alma en pena vagaba por la casa. Las paredes semejaban los muros de la celda de una cárcel que se estrechaban cada vez más, ahogando, impidiendo la respiración. Salió de la casa con lo puesto buscando aire fresco que le librara de la sensación de ahogo. La noche era agradable por lo que no le hizo falta volver para coger alguna prenda de abrigo. Se sentó en el suelo y miró al frente. La puerta, detrás suyo, aún continuaba abierta y una débil luz manaba del interior. A lo lejos se intuía el bosque, la oscuridad nocturna no lo permitía divisar con claridad. Casi como un autómata se levantó. Había decidido ir al bosque con e fin de ver si allí encontraba un poco de paz para su alma y su corazón.

Cerró la puerta y emprendió el camino. La luna estaba en su fase plena y la luz que irradiaba era suficiente para alguien que conocía tan bien el terreno que sus pies pisaban. Avanzaba como llevado por una fuerza misteriosa.

Y sin darse cuenta, enfrente de él se encontraba. El símbolo de su amor.


V


Penetró por el camino que tantas veces había utilizado junto a María. El hacerlo solo le ocasionaba cierta angustia por el dolor aún creciente de su esposa. Pero allí podía respirar, no se sentía ahogar. El olor fresco de la vegetación le hacía recordar el olor a ella.

De pronto sintió frío como si hubiera bajado la temperatura bruscamente. Entre los árboles le pareció ver cómo una silueta blanca se desplazaba lentamente, desapareciendo en la nada sin hacer ninguna clase ruido. Sintió que en aquel lugar no se encontraba solo, sino que alguien le observaba. Pero extrañamente no sentía miedo. Al contrario, se sentía tranquilo, reconfortado, en paz.

Continuó su camino hasta que llegó al riachuelo que cruzaba el bosque y lo dividía en dos. El silencio era total. Introdujo sus manos en el agua fresca, hizo un cazo con sus manos y utilizó el agua recogida para mojarse el rostro como tantas otras veces había hecho cuando el calor veraniego apretaba. Allí se sentó, observando cómo corría el agua y los reflejos de los débiles rayos lunares que hasta allí llegaban.

-No te olvides de tu promesa –de pronto escuchó como una voz lejana, débil, parecida a un eco.

Miró en todas direcciones. Había sido alguna imaginación suya, alguna ensoñación.

-Tu promesa…

Se volvió a oír con más fuerza, pero nadie había por allí de quien pudiera proceder aquella voz. Sin duda era cosa suya, síntoma de que comenzaba a volverse loco.

-¿Acaso lo has olvidado ya? ¿Acaso también me has olvidado a mí?

Cercana resonó. Miró hacia todos los lados. No había nadie. Dirigió su mirada a la otra orilla. Y fue entonces cuando lo divisó. Una silueta de blanco reluciente permanecía de pies frente a sus ojos.

-¿Tan pronto has olvidado? –sonó quejumbrosa la voz.

En ese instante lo pudo ver. El rostro de la silueta se descubrió. No lo podía creer. Era el rostro de María. Era un sueño. No lo podía creer. Ahora reconocía la voz, ahora se oía clara. Y tan cercana. No lo podía creer. Ante él estaba su amada, separados por unos pocos metros. Sin duda tenía que ser un sueño. No lo podía creer. O la locura había trastocado ya sus ojos y su mente no era capaz de discernir la realidad de la fantasía. No lo podía creer.


VI

-¿Acaso ya me has olvidado? –volvió a preguntar.

-No.

-¿Y tu promesa pues?

-Tampoco.

Una sonrisa apareció en el rostro.

-No la olvides.

Hizo ademán Miguel de cruzar el riachuelo para poderse reunir con su amada.

-¡Alto! No debes cruzar. No te está permitido.

Miguel se detuvo extrañado ante aquella orden.

-No nos podemos unir, ni puedes pisar el lugar vedado. Tú encárgate de proteger la orilla en la que te encuentras, yo lo haré de ésta. Nadie mancillará esta orilla, ni siquiera tú podrás hacerlo. Me ha sido encomendada su protección. Lo siento cariño. Siempre viviré en tu corazón. No lo olvides.

Y tal como había aparecido, de súbito desapareció.

Unas lágrimas resbalaron por su rostro al no comprender aquellas palabras ni aquella prohibición, que le parecía absurda, sin sentido. La melancolía le invadió cuando de nuevo comprendió que no la iba a volver a ver más. ¿Por qué le habían impuesto aquella prueba? ¿Por qué? No había respuesta alguna.

Allí, a la orilla, se quedó durante toda la noche. No sabía muy bien por qué, quizás porque esperaba que de nuevo se le apareciera su amada. Aunque en el fondo sabía que esto no iba a volver a ocurrir.

Una vez pasado el amanecer, decidió volver a su casa. Su alma se encontraba más tranquila. Había hecho una promesa y habría de cumplirla.

Cuando llegó, se encontró la puerta abierta. Él recordaba que antes de irse la había cerrado. ¿O se lo había imaginado? Penetró al interior con tranquilidad, sin ningún síntoma de nerviosismo. Dentro había una mujer, de espaldas a la puerta, que en cuanto oyó sus pasos se volvió hacia él.

-¿Dónde has estado? Me tenías preocupada –le amonestó la hermana de María, Sara, quien había acudido para ver cómo se encontraba de ánimo su cuñado.

-En el bosque –respondió lacónicamente.

-¿En el bosque? ¿Toda la noche?

-Sí.

-¿Te has vuelto loco?… Anda, siéntate que te preparo algo de desayunar.


VII

Sara le sirvió un café con leche y unas tostadas. Le preocupaba que su cuñado no hubiera comido nada aún. Más le preocupaba el hecho de que él no comiera nada y cayera enfermo. No sabía cómo iba a reaccionar ante el dolor.

-¿Cómo es que has ido al bosque esta noche?

-Necesitaba respirar aire fresco, aquí no podía respirar, me ahogaba. Se me venía la casa encima.

-Entiendo.

-Además, ese lugar era muy especial para nosotros, fue donde nos comprometimos y allí hemos pasado momentos muy felices durante nuestros paseos.

-La verdad es que para mi hermana el bosque era un símbolo de felicidad; pero también lo era de tristeza.

-¿Cómo? –preguntó Miguel al no entender aquella última afirmación.

-¿Nunca te lo contó? –devolvió la pregunta denotando sorpresa.

Miguel negó con la cabeza. No entendía a lo que se refería.

-Supongo que le resultaba demasiado angustioso el recordarlo y por eso no te contó nada.

Al escudriñar los ojos de su cuñado supo que no había marcha atrás y tendría que ser ella quien se lo contara. Así se lo pedían los ojos de aquel hombre de mirada triste.

-No recuerdo exactamente cuándo fue… tendría unos siete u ocho años. Jugábamos en la pradera. Era primavera y las flores estaban por todas partes. Como tú puedes imaginar, con la edad que teníamos, todas las niñas estábamos encantadas. Pero mi hermana ese día tenía la cabeza llena de pájaros y no hacía más que mirar al bosque embobada.

>> -Sara, ¿hay lechuzas en el bosque?

>> Supongo –le contesté.

>> -¿Cómo son?

>> -Pues no lo sé. No he visto ninguna, sólo un dibujo. Tienen los ojos grandes para ser un pájaro.

>> -Es que he leído un cuento donde salía una lechuza y quería ver una. Voy al bosque a ver si veo alguna.

>> -No la vas a ver por el día.

>> -¿Por qué?

>> -Porque sólo salen por las noches. Son aves nocturnas, ¿no lo sabías?

>> -No.

>> Se puso a jugar con nosotras, pero no se quedó tranquila, su cabeza maquinaba algo. Nunca pensé que aquella misma noche cogería un candil y se escaparía al bosque para poder ver lechuzas.

>> Imagínate ella sola en una noche de luna nueva, en la que no se veía nada, andando por ahí con la débil luz de un candil. Una locura, para que le hubiera pasado algo grave. Mucha suerte tuvo.

>> Por lo que me contó después, llegó al bosque y comenzó a andar mirando a los árboles. Como no encontraba ninguna lechuza, se sentó en el suelo dejando el candil sobre una roca plana. Miraba a los árboles, pero nada. De pronto escuchó un ruido que la sobresaltó y sin darse cuenta, tocó el candil con la mano, éste se cayó y se rompió el cristal que protegía la llama. No tardaron mucho en prenderse unas hojas secas del suelo. Ella se asustó y echó a correr sin sentido. Estaba asustada, mucho.

>> El fuego se propagó rápido merced a los muchos palos secos y hojas que había por el suelo. Hubo la suerte de que un vecino se encontraba despierto. El perro había comenzado a ladrar y lo había despertado. Cuando salió para ver qué le pasaba y para tranquilizarlo, vio el horrible resplandor del fuego. Raudo dio la voz de alarma por el pueblo, la voz se corrió como un eco. Todo el mundo se movilizó para ir a sofocarlo, era un peligro el dejarlo proseguir. Me acuerdo que en ese momento el cielo se iluminó por un rayo. Era una tormenta seca. Eso complicaba todo, podía caer un rayo en el bosque en cualquier momento.

>> Ante el peligro que nos amenazaba, mi madre fue a despertarnos. Cuando no encontró a mi hermana en la cama, se puso nerviosa. Me preguntaron si yo sabía algo. Mi respuesta claramente fue negativa. Al preguntarme qué habíamos estado haciendo, recordé el asunto de la lechuza. Les conté las inquietudes que había tenido por el día. Nerviosos, avisaron al resto del pueblo para que además la buscaran.

>> No sé si te acordarás de Alberto El Largo. Él fue quien la encontró. El fuego lo tenía muy cerca y apenas se veía la escapatoria. Mi hermana estaba muy asustada. La cogió en brazos y la sacó de ese infierno. Pero cuando se creían fuera de peligro, un árbol se vino abajo. Gracias a los reflejos de Alberto mi hermana se pudo salvar; pero él quedó aprisionado. Cuando otros los descubrieron no pudieron hacer nada por salvarlo.

>> La gente pensó que un rayo había sido la causa del fuego. Mi hermana me contó la verdad. Le apesadumbraba aquella muerte sucedida por su culpa. Quizás por eso nunca pudo contarte su mayor pesar.

Miguel no podía creer que le hubiera guardado aquel secreto. Le hubiera gustado compartir la carga con ella como habían hecho con todo. Quizás no le había querido hacer sufrir y por eso lo obvió, como cuando él había intentado mantener oculta la enfermedad.

Y quizás ésta fuera la razón por la que tenía que permanecer en el bosque.

VIII

El tiempo transcurrió. Como había prometido, mantuvo protegido el bosque. Todas las mañanas acudía y caminaba para cerciorarse de que todo anduviera perfecto y que nadie cruzara el riachuelo. Se había enfrentado contra cazadores furtivos e imprudentes que descuidaban el fuego que habían hecho, ajenos al peligro que corrían. Más de una pelea tuvo que resolver a golpes.

En el pueblo le comenzaban a apodar El Loco por su interés en proteger el bosque. Por todos los rincones corría el chisme que la muerte de su mujer le había trastabillado el juicio. Los niños le hacían burla en sus juegos, los mayores lo criticaban, pero nadie lo decía a la cara; siempre por detrás, a la sombra.

En una noche cualquiera, como otras tantas, se conjuró el peligro. Un grupo de hombres se reunió a las puertas del bosque. Su misión: provocar un fuego que arrasara la mayor parte del bosque. Eran mercenarios que se movían por los intereses de otros. No tardaron mucho en ponerse a la tarea. Era verano, de calor intenso, por ello había abundantes hierbas secas que favorecían la propagación del fuego.

Pronto se divisó una columna de humo desde el pueblo. La voz de alarma no tardó en propagarse. Todo el mundo se aprestó a atajar el peligro. El primero de ellos fue Miguel, quien sin pensárselo dos veces echó a correr sin esperar a nadie.

Cuando penetró en el bosque aún pudo ver a algunos mercenarios dedicados a su tarea. Derribó a uno de un golpe que cayó entre un arbusto en llamas. El dolor de las quemaduras provocó gritos agudos que pusieron sobre aviso al resto. Una parte decidió emprender la huida y en su desconocimiento, se dirigieron al riachuelo. Hubo unos valientes que intentaron enfrentarse ante su agresor, quien poseído de una energía desorbitada, vencía a quien se ponía delante. Siempre mirando hacia lo que huían, a quienes perseguía.

Llegados frente al riachuelo, aquellos hombres lo cruzaron. Una sombra blanca se empezó a mover, pero ellos no la vieron. Miguel en la lejanía sí. Como si por una rayo hubieran caído fulminados, sus cuerpos inertes fueron cayendo al suelo como la fruta madura cae del árbol. Él detuvo su carrera junto al riachuelo. De pronto sintió un fuerte dolor en su cuello que le hizo caer al suelo. Le habían propinado un buen golpe. Al reincorporarse, pudo ver que su agresor era uno de sus anteriores oponentes que se había recuperado. En seguida empezó un forcejeo entre los dos. A causa de éste, se acercaron a la orilla, Miguel pisó mal y ambos cayeron al agua sin soltarse. Miguel sentía cómo le penetraba agua por la boca. Con su pie logró empujar a su agresor, quien cayó al otro lado catapultado. Ambos se reincorporaron y de pies se estudiaron. De pronto, Miguel vio la sombra blanca que se fue acercando a hacia su enemigo, quien al punto cayó muerto. Suspiró de alivio. Pero la sombra avanzó amenazadoramente hacia él. De nuevo pudo contemplar el rostro de María. Mas ya no era igual. No tenía expresividad y sus ojos… sus ojos no tenían ni pupila ni iris, eran completamente blancos. Sentía una amenaza de aquella presencia.

-Soy yo, Miguel, ¿no me reconoces?

No hubo respuesta.

Por el miedo que le invadía, echó a correr en dirección contraria; pero unos metros más allá se encontró con una barrera de fuego. Marchó a la izquierda; se encontró con otra. Lo mismo le sucedió en la derecha. Estaba arrinconado. Comenzó a dar pasos sinsentido, no sabía qué hacer. El ruido del crepitar era intenso. A unos metros vio el espectro de María, quieto. Entonces lo oyó, un crujido.

No lo vio caer, pero así había acontecido. Una rama en llamas había caído sobre él. La boca le sabía a sangre y notaba cómo ésta le brotaba por la boca. Sin embargo, no sentía el calor del fuego ni las quemaduras que en su cuerpo se estaban produciendo. Frente a él estaba María. De pronto le pareció ver cómo sonreía y sus dulces ojos le besaban. Esbozó una sonrisa.

Y franqueó las puertas de este mundo.


IX

Desde entonces, quien penetra en el bosque dice que a un lado del riachuelo se mueve una sombra negra con suma agilidad, mientras que en la otra orilla se ve una silueta blanca. Y a quien tiene la osadía de permanecer en el bosque y acercarse hasta el riachuelo se le aparece la silueta blanca, que toma forma de mujer. En las cristalinas aguas, en el fondo, se observan calaveras de risa funesta e inquietante. A su espalda, la sombra se detiene a unos metros, permanece quieta como observándolo. La figura de un varón se adivina.

-Has entrado en una tierra vedada y como guardián del bosque no puedo permitirlo. Has encontrado el final de tu camino, tu castigo has de pagar.

Lentamente la sombra avanza, con paso corto, amenazante, terrible. La persona siente que el miedo le atenaza los miembros, que le paraliza los pies. No tiene escapatoria. Está rodeado. Y de pronto no siente nada más.

Y no tardó mucho su calavera en encontrarse allí, en el fondo, junto a las otras, sepultura eterna, hogar de los peces.

***

Cuentan los más viejos del lugar que una vez muertos, quienes no encuentran el camino que lleva al mundo del más allá, quedan atrapados y van perdiendo sus recuerdos. Cuentan aquéllos que pierden la percepción de distinguir entre el que en su corazón lleva el bien o el mal; a sus ojos todos son iguales, merecedores de castigo por infringir el lugar vedado.

¿Oyes un susurro? ¿Sientes frío? ¿Sientes que hay una presencia detrás de ti? Pregúntate su no has mancillado el lugar vedado.

Adiós.